Es el primer restaurante
administrado por una cooperativa de pescadores. Se llama Karú Pirá y
está ubicado en Pueblo Brugo. En esta nota, Telaraña se mete de lleno
en la costa paranaense para conocer de primera mano una historia de
esperanza.
Cada tanto, una sacudida brusca del colectivo me distrae del paisaje que voy mirando por la ventana mientras tomo unos mates. Son las 7:30 de un miércoles que me encuentra a media hora de Pueblo Brugo. Antonio Farías, el presidente de la cooperativa de pescadores, irá a buscarme como a las nueve al hospital, adonde nos dejará el colectivo a mi amiga y a mí.
Ubicado a 70 kilómetros al norte de Paraná, Brugo fue siempre un pueblo de pescadores. El río fue y es la principal fuente de trabajo. Después hay una planta cerealera y una de yeso más el empleo que ofrece el Estado, en la junta de gobierno, en la escuela, en el hospital. Aquí no hay farmacia, no hay supermercado, no hay locutorio, no hay banco, no hay remises. Las calles son de tierra con huellones profundos por efecto de la lluvia y del paso de vacunos. Es una húmeda mañana de mayo y la bruma del aire me recuerda al humo que largan los autos, sólo que por aquí transitan muy pocos. El centro del pueblo es una foto vieja y trillada, con casas antiguas y algunos carteles de comercios que ya no están, lugares del ocio de ayer. Para el lado del río, el paisaje previsible: cercos prolijos de construcciones simples y modernas diferencian las pocas casas de fin de semana que están pegadas a las barrancas. A unos metros más abajo de allí, la mezcla de barro y paja, la caña india y el silo bolsa que visten las viviendas de los pescadores. Son unos 800 los habitantes de Pueblo Brugo, más los que viven en la zona rural.
No fue fácil para los nacidos aquí confiar en un proyecto como el del restaurante Karú Pirá. Tal vez por conocer cómo funciona la política (o como no funciona); quizá por miedo a fracasar o a terminar alimentando un sueño irrealizable. Por algo de todo eso entonces, no fue tarea liviana reunir a los vecinos, convencerlos de la idea, y lo más arduo, esperar que ocurra. Cómo comprender a un pueblo que supo contener una población pujante, con un puerto sinónimo de progreso para después pasar al olvido, a la desesperanza y el desarraigo.
Con el financiamiento del Gobierno nacional, el restaurante comenzó a edificarse y por otro lado los interesados en participar se organizaron en una cooperativa. Conversaron, escucharon, entendieron, explicaron, chocaron, algunos renunciaron y otros volvieron a empezar. Hoy son 30 personas las que se vinculan directamente con el Karú Pirá, unas 12 se dedican a la pesca y las otras 18 trabajan por turnos en el comedor. Son mujeres en su mayoría y los temas que hay que analizar y acordar, son puestos en discusión en las asambleas de los jueves al mediodía. Después se reunirán todos a almorzar algo de lo que ofrece el comedor, como postas de mandubé o surubí despinado a la parrilla.
Mi amiga Gretel, con quien llegué hasta Brugo, es dentista y visita el pueblo una vez por semana. Ella como parte del equipo de médicos comunitarios, hizo las prótesis para varios de los pescadores de la zona. Cuando se saluda con Antonio en el hospital, le pregunta por Vilma y le advierte: “Decile que la estoy esperando”. Vilma es una de las socias de la cooperativa y es quien me recibe cuando llego a la proveeduría del restaurante, el sector encargado de vender al público el pescado procesado en albóndigas, milanesa, bastoncitos y otras cosas más. Tiene tres hijos y tonada paraguaya. Mientras arrodillada lava los vidrios de la puerta de ingreso, me cuenta: “Todos somos iguales porque es una cooperativa. Estamos re contentos”.
Cerca de las diez de la mañana, se ven dos canoas atravesando el río Paraná. Están regresando de las islas ubicadas enfrente al camping municipal donde está emplazado el restaurante. ¿Vuelven tan pronto? pregunto. Y Farías que también tiene piel de pescador, me dice que a veces los días son así. “La pesca hoy no está bien del todo, pero nosotros por suerte no hemos tenido problema de abastecimiento”, confiesa. El Karú-Pirá, que en guaraní significa ‘comer pescado’, funciona con los productos del río que traen los pescadores día por medio o cada dos días. De entrada se propuso que este emprendimiento gastronómico represente ganancias para el trabajador del río. Pues es una ocupación sacrificada, “y cuando alguien te paga dos mangos el kilo de pescado no está bien”, se lamenta Farías mientras bajamos con su Renault 18 por una pendiente barrosa que desemboca en el ingreso al comedor. Imposible no verlo.
Sentados en una de las mesas entre mate y mate, me cuenta que de jovencito se fue del pueblo a trabajar a Santa Fe y después a otros lugares. Así fue tomando experiencia y forjando sueños o fantasías, hasta hoy que tiene 49 años. También me habla de sus hijos y del más chico al que le regaló un caballo y le puso de nombre martillo por otro caballo que tenía ese nombre y era de un conocido del pueblo. Charlamos de los amigos, de los miedos, del trabajo, de los caminos, de las medidas del surubí y la pesca desalmada. Después salimos a la terraza para que yo saque unas fotos. Por momentos me cuesta desprender la vista de la tela agreste que la orilla pinta. Pienso en las cosas a las que nos aferramos, y en esa masa vital de agua que se mueve, indefinida. Y percibo: el río para Pueblo Brugo es lo único verdaderamente perdurable, lo que lo hace ser, lo que lo confirma.
El restaurante inaugurado en febrero abre al público de jueves a domingo y tiene lugar para unos 100 comensales. El último día de la semana es cuándo más se trabaja, y en consecuencia mejora la propina. “Viene gente de Cerrito, María Grande, Hasenkamp, Paraná, Santa Fe y de otros lados caen también”, señala la cara visible de la cooperativa y reproduce comentarios auspiciosos de los visitantes sobre la comida sabrosa y natural. Los del pueblo pensaban que éste sería un comedor más bien comunitario, por eso hay cierta indiferencia o prejuicio hacia el emprendimiento. Antes de llegar, ya había escuchado que los precios eran caros, que los “empleados” cobraban poco. Los bruguenses que van, me dicen por ahí, lo hacen por curiosidad porque “pescado han comido toda su vida”. Es que el proyecto está enfocado principalmente al turista, “un atractivo más” para acercarse a la costa y recorrer el pueblo, concede Farías quien aún se sorprende de lo que están logrando todos los días. De ahí que es imposible no notar cierta preocupación entre la gente de la cooperativa por lo que significará un comedor igual a éste en la vecina Hernandarias. Pero ellos saben también que ése era el acuerdo desde el comienzo, habría tres restaurantes administrados por familias de pescadores a la vera del río.
En una nube de broza, viene flotando despacito el colectivo que me llevará de regreso a Paraná. Damos una vuelta por la plaza y el ómnibus se llena de chicos con guardapolvo y algunos padres. Es casi mediodía, hora de volver.
Cada tanto, una sacudida brusca del colectivo me distrae del paisaje que voy mirando por la ventana mientras tomo unos mates. Son las 7:30 de un miércoles que me encuentra a media hora de Pueblo Brugo. Antonio Farías, el presidente de la cooperativa de pescadores, irá a buscarme como a las nueve al hospital, adonde nos dejará el colectivo a mi amiga y a mí.
Ubicado a 70 kilómetros al norte de Paraná, Brugo fue siempre un pueblo de pescadores. El río fue y es la principal fuente de trabajo. Después hay una planta cerealera y una de yeso más el empleo que ofrece el Estado, en la junta de gobierno, en la escuela, en el hospital. Aquí no hay farmacia, no hay supermercado, no hay locutorio, no hay banco, no hay remises. Las calles son de tierra con huellones profundos por efecto de la lluvia y del paso de vacunos. Es una húmeda mañana de mayo y la bruma del aire me recuerda al humo que largan los autos, sólo que por aquí transitan muy pocos. El centro del pueblo es una foto vieja y trillada, con casas antiguas y algunos carteles de comercios que ya no están, lugares del ocio de ayer. Para el lado del río, el paisaje previsible: cercos prolijos de construcciones simples y modernas diferencian las pocas casas de fin de semana que están pegadas a las barrancas. A unos metros más abajo de allí, la mezcla de barro y paja, la caña india y el silo bolsa que visten las viviendas de los pescadores. Son unos 800 los habitantes de Pueblo Brugo, más los que viven en la zona rural.
No fue fácil para los nacidos aquí confiar en un proyecto como el del restaurante Karú Pirá. Tal vez por conocer cómo funciona la política (o como no funciona); quizá por miedo a fracasar o a terminar alimentando un sueño irrealizable. Por algo de todo eso entonces, no fue tarea liviana reunir a los vecinos, convencerlos de la idea, y lo más arduo, esperar que ocurra. Cómo comprender a un pueblo que supo contener una población pujante, con un puerto sinónimo de progreso para después pasar al olvido, a la desesperanza y el desarraigo.
Con el financiamiento del Gobierno nacional, el restaurante comenzó a edificarse y por otro lado los interesados en participar se organizaron en una cooperativa. Conversaron, escucharon, entendieron, explicaron, chocaron, algunos renunciaron y otros volvieron a empezar. Hoy son 30 personas las que se vinculan directamente con el Karú Pirá, unas 12 se dedican a la pesca y las otras 18 trabajan por turnos en el comedor. Son mujeres en su mayoría y los temas que hay que analizar y acordar, son puestos en discusión en las asambleas de los jueves al mediodía. Después se reunirán todos a almorzar algo de lo que ofrece el comedor, como postas de mandubé o surubí despinado a la parrilla.
Mi amiga Gretel, con quien llegué hasta Brugo, es dentista y visita el pueblo una vez por semana. Ella como parte del equipo de médicos comunitarios, hizo las prótesis para varios de los pescadores de la zona. Cuando se saluda con Antonio en el hospital, le pregunta por Vilma y le advierte: “Decile que la estoy esperando”. Vilma es una de las socias de la cooperativa y es quien me recibe cuando llego a la proveeduría del restaurante, el sector encargado de vender al público el pescado procesado en albóndigas, milanesa, bastoncitos y otras cosas más. Tiene tres hijos y tonada paraguaya. Mientras arrodillada lava los vidrios de la puerta de ingreso, me cuenta: “Todos somos iguales porque es una cooperativa. Estamos re contentos”.
Cerca de las diez de la mañana, se ven dos canoas atravesando el río Paraná. Están regresando de las islas ubicadas enfrente al camping municipal donde está emplazado el restaurante. ¿Vuelven tan pronto? pregunto. Y Farías que también tiene piel de pescador, me dice que a veces los días son así. “La pesca hoy no está bien del todo, pero nosotros por suerte no hemos tenido problema de abastecimiento”, confiesa. El Karú-Pirá, que en guaraní significa ‘comer pescado’, funciona con los productos del río que traen los pescadores día por medio o cada dos días. De entrada se propuso que este emprendimiento gastronómico represente ganancias para el trabajador del río. Pues es una ocupación sacrificada, “y cuando alguien te paga dos mangos el kilo de pescado no está bien”, se lamenta Farías mientras bajamos con su Renault 18 por una pendiente barrosa que desemboca en el ingreso al comedor. Imposible no verlo.
Sentados en una de las mesas entre mate y mate, me cuenta que de jovencito se fue del pueblo a trabajar a Santa Fe y después a otros lugares. Así fue tomando experiencia y forjando sueños o fantasías, hasta hoy que tiene 49 años. También me habla de sus hijos y del más chico al que le regaló un caballo y le puso de nombre martillo por otro caballo que tenía ese nombre y era de un conocido del pueblo. Charlamos de los amigos, de los miedos, del trabajo, de los caminos, de las medidas del surubí y la pesca desalmada. Después salimos a la terraza para que yo saque unas fotos. Por momentos me cuesta desprender la vista de la tela agreste que la orilla pinta. Pienso en las cosas a las que nos aferramos, y en esa masa vital de agua que se mueve, indefinida. Y percibo: el río para Pueblo Brugo es lo único verdaderamente perdurable, lo que lo hace ser, lo que lo confirma.
El restaurante inaugurado en febrero abre al público de jueves a domingo y tiene lugar para unos 100 comensales. El último día de la semana es cuándo más se trabaja, y en consecuencia mejora la propina. “Viene gente de Cerrito, María Grande, Hasenkamp, Paraná, Santa Fe y de otros lados caen también”, señala la cara visible de la cooperativa y reproduce comentarios auspiciosos de los visitantes sobre la comida sabrosa y natural. Los del pueblo pensaban que éste sería un comedor más bien comunitario, por eso hay cierta indiferencia o prejuicio hacia el emprendimiento. Antes de llegar, ya había escuchado que los precios eran caros, que los “empleados” cobraban poco. Los bruguenses que van, me dicen por ahí, lo hacen por curiosidad porque “pescado han comido toda su vida”. Es que el proyecto está enfocado principalmente al turista, “un atractivo más” para acercarse a la costa y recorrer el pueblo, concede Farías quien aún se sorprende de lo que están logrando todos los días. De ahí que es imposible no notar cierta preocupación entre la gente de la cooperativa por lo que significará un comedor igual a éste en la vecina Hernandarias. Pero ellos saben también que ése era el acuerdo desde el comienzo, habría tres restaurantes administrados por familias de pescadores a la vera del río.
En una nube de broza, viene flotando despacito el colectivo que me llevará de regreso a Paraná. Damos una vuelta por la plaza y el ómnibus se llena de chicos con guardapolvo y algunos padres. Es casi mediodía, hora de volver.
Para agendar
El Karú Pirá abre de jueves a domingo al mediodía. Las reservas pueden hacerse al teléfono 4844467 o al celular: 156-201-692. La localidad de Pueblo Brugo se encuentra a 72 kilómetros al norte de Paraná por la Ruta Nacional N° 12 y la Ruta Provincial N° 8. Los precios son más que accesibles, por ejemplo: empanadas fritas 10 pesos; milanesa de surubí 38 pesos; pesca del día grillada 50 pesos; una tabla de pescado para dos pero que comen tres 160 pesos, y los jueves a la noche diente libre 55 pesos.
Fuente: Telaraña, Periodismo Narrativo - Virginia Dallacaminá